Febrero 9, 2021
Muy queridos amigos: Laudetur Iesus Christus!
Puedo ya imaginar algunas de las preguntas que se asoman a vuestra mente: ¿quiénes son en realidad los Padres? ¿Por qué este término? Y, sobre todo (visto que el Magisterio de la Iglesia cita a menudo los Padres y se apoya en su testimonio para poder aclarar cuestiones de fe), ¿de dónde brota tal autoridad? ¿Qué es lo que hace de estos hombres que han vivido hace muchos siglos, en un ambiente social e histórico de veras diferente respecto del nuestro, importantes referentes incluso normativos en cuestiones de fe? Dicho en otras palabras, ¿no sería más lógico acudir a los testimonios de nuestros mejores contemporáneos, de los pastores de almas, así como de los padres y de las madres de familia que se hallan viviendo su fe cristiana frente a los desafíos del tercer milenio?
El sentido común nos sugiere una respuesta inmediata: “La historia es maestra”, de modo que aquel que nos ha precedido en el camino de fe puede ser para nosotros un buen punto de referencia. Respuesta verdadera, pero parcial, porque limitada al nivel humano. Para hombres y mujeres que buscan la Verdad total no puede ser suficiente. El Magisterio mismo nos lleva de la mano en esta búsqueda, presentándonos el concepto de “Tradición”, en la que los Padres se insertan como sólidos pilares fundamentales. Aclarar el concepto de “Tradición”, concepto clave para el mundo católico, significa aclarar el rol de los Padres.
En efecto, si no reducimos la Tradición a la repetición de modelos pasados, haciendo de ellos un bloque monolítico y fijo, sino que la acogemos como “transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo” (Catecismo de la Iglesia Catòlica, n° 78) y que progresa y se desarrolla con el despliegue de la historia, de manera que “de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree” (Concilio Vaticano II. Constitución dogmatica “Dei Verbum” sobre la divina revelación, n° 8), entonces los Padres se vuelven una presencia que genera confianza y orientación a nuestra fe, porque son aquellos que han podido vivir, orar, estudiar y meditar en la alborada del cristianismo las verdades de fe brotadas de la Palabra de Dios, habiendo incluso podido, algunos de ellos, dialogar con los propios Apóstoles.
La Iglesia ha tenido siempre una viva conciencia de que en los Padres hay algo singular, irrepetible y perennemente válido, que sigue vivo y que resiste a la fugacidad del tiempo. Veamos a este propósito lo que enseña el Beato Juan Pablo II: “La Iglesia vive todavía hoy con la vida recibida de esos Padres; y hoy sigue edificándose todavía sobre las estructuras formadas por esos constructores, entre los goces y penas de su caminar y de su trabajo cotidiano. Fueron, por tanto, sus Padres y lo siguen siendo siempre; porque ellos constituyen, en efecto, una estructura estable de la Iglesia y cumplen una función perenne en pro de la Iglesia, a lo largo de todos los siglos. De ahí que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día (cfr. Ef 2, 21), debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y soldarse con esas estructuras” (Juan Pablo II. Carta Apostólica “Patres Ecclesiae”, 2 de enero de 1980, n° 1).
El proprio Juan Pablo II subrayó varias veces cómo en los primeros siglos de la Iglesia el Espíritu Santo, a través de la meditación “experiencial” de los “Padres”, obró grandes maravillas, iniciando a desenvolver aquel armónico conjunto de verdades explícita e implícitamente presentes en la Palabra de Dios que nos ha sido entregada por la Transmisión escrita y oral.