Febrero 26, 2021
El Concilio Vaticano II (que después de más de 50 años deberíamos tener más que asumido), al recordarnos que todos los fieles (no sólo los sacerdotes y los religiosos o las religiosas…) estamos llamados a la santidad (cfr. Lumen Gentium, 11/3, 32/3, 39-42), define ésta como la “perfección de la caridad” (cfr. LG 39, 40/2). ¡Qué definición tan precisa! En efecto, “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, dice el proverbio, y se aplica exactamente aquí. Y esta perfección en la caridad debe inundar todos los estratos de nuestra vida, ¡hasta nuestra lengua! Y es este aspecto el que quiero tratar aquí.
Hace poco escuché el testimonio de un exsatanista que se había convertido (¡gracias a la mediación de una “medalla milagrosa” de la Virgen!; es que, ¿qué no puede conseguir la Madre de Dios?). En ese testimonio, aquel exsatanista explicaba que, además de promover por todos los medios el aborto, una de sus actividades principales como instrumento del maligno era destruir comunidades cristianas. Para ello, explicaba, los satanistas utilizan sobre todo tres medios: el primero es promover escándalos morales (mejor si implican el abuso de menores); el segundo, provocar escándalos de índole económica; y, si alguno de estos dos falla, el tercero (…infalible) es recurrir a los “chismes”: provocar comentarios negativos y hacer que tales murmuraciones dentro de la comunidad cristiana acaben por hacerla desaparecer. De ahí el título de este artículo: la murmuración es uno de los instrumentos con el que el diablo destruye una comunidad.
¡Cuántas veces el Papa Francisco ha insistido en esto! Un ejemplo: “No está bien (…) murmurar. «¿Has oído…? ¿Has oído…?». ¡Pero es un infierno esa comunidad! Esto no está bien. (…) Si tengo algo con una hermana o con un hermano, se lo digo en la cara, o se lo digo a aquel o a aquella que puede ayudar, pero no lo digo a otros para «ensuciarlo». Y las murmuraciones son terribles. Detrás de las murmuraciones, debajo de las murmuraciones hay envidias, celos, ambiciones. Pensad en esto. Una vez oí hablar de una persona consagrada, una religiosa que, después de los ejercicios espirituales (…), había prometido al Señor no hablar nunca mal de otra religiosa. Éste es (…) un hermoso camino a la santidad. No hablar mal de los otros. «Pero padre, hay problemas…». Díselos al superior, díselos a la superiora, díselos al obispo, que puede remediar. No se los digas a quien no puede ayudar. Esto es importante: ¡fraternidad! (…) Dime, ¿hablarías mal de tu mamá, de tu papá, de tus hermanos? Jamás. ¿Y por qué lo haces en la vida consagrada, en el seminario, en la vida presbiteral?” (Discurso a los seminaristas y novicios y a las novicias con ocasión del Año de la Fe. Roma, aula Pablo VI, 6 de julio de 2013).
El Papa Francisco ha presentado también otro ejemplo, recordando un significativo episodio de la vida de San Felipe Neri: “Una mujer fue a confesarse, y confesó que había murmurado. (…) El santo (…) le dijo: «Señora, como penitencia, antes de darle la absolución, vaya a su casa, agarre una gallina, desplume la gallina y después vaya por el barrio y siembre el barrio con las plumas de la gallina, y luego vuelva». Al día siguiente volvió la señora: «Hice eso, Padre. ¿Me da la absolución?». Elocuente la respuesta de san Felipe Neri: «No, falta otra cosa, señora. Vaya por el barrio y recoja todas las plumas; porque murmurar es así: ensucia al otro». En efecto, el que murmura ensucia, destruye la fama, destruye la vida…” (Meditación matutina en la Capillla de la Casa de Santa Marta, jueves 12 de mayo de 2016). ¡Y anda tú, después, a tratar de “recoger esas plumas” para reparar el daño que has provocado! ¡Así es la murmuración! Es un “robo” de la buena fama del prójimo, buena fama casi imposible de restituir.
Moralmente podríamos decir que sólo una “categoría” de personas está autorizada a emitir juicios con respecto a los demás: la constituida por aquellos que tienen la responsabilidad de guiar una comunidad (o sea, por ejemplo: el Papa, con respecto a la Iglesia; el obispo, con respecto a las almas que componen la porción del Pueblo de Dios que se le ha encomendado; el párroco, respecto de sus fieles; el superior de una comunidad, respecto de los miembros de ésta; los padres de familia, respecto de sus hijos…).
Y esto, no por una especie de “concesión”, como diciendo: “¡Pobrecitos! ¡Tienen una carga tan grande que les vamos a permitir tener un desahogo!”. No, no es una autorización para que incurran en este particular (gravisimo) pecado, sino que es algo que forma parte de su responsabilidad de guiar a esas personas hacia su madurez, debiendo por ello saber analizar sus aspectos negativos, pero sólo para darles una solución y así corregir y buscar el bien de ellas; no para destruirlas sino para ayudarlas. Y aquí no cabe la “santa” excusa de lo que denominamos como una “crítica constructiva”; perdonad, pero eso no existe (o existe muy raramente), por lo que mejor es no arriesgarse y exponerse a faltar a la caridad.
¿Cuándo, entonces, puedo hablar mal de alguien? Sencillo: ¡NUNCA, JAMÁS! Y, si no se quiere incurrir en este feo vicio, pues, hay que evitar ponerse en “ocasión” consintiendo en nuestro pensamiento un negativo juicio contra alguien. ¡Caridad desde lo más hondo, pues todo comienza en el corazón! Sólo a una persona se nos está permitido juzgar y criticar (…y poder ser con ella jueces implacables): ¡cada uno a sí mismo!
Don Felipe (que en gloria esté), el sacerdote que fue mi director espiritual, y el de nuestros seminaristas MSPTM en nuestro seminario de Ajofrín durante muchos años (hasta que falleció), tenía una excelente frase: “Si quieres ser santo y feliz como me dices, ¡no «analices»!”. Pues, ¡eso! Si queremos ser santos y conservar la paz y la alegría en nuestro corazón y a nuestro alrededor (y no ser instrumentos del maligno), nuestro hablar sea siempre constructivo y positivo. Si no…..estamos más guapos, ¡mejor calladitos!