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No seas ‘quejica’

Febrero 9, 2021

En mi anterior artículo de esta publicación, os hablaba de lo peligroso de un feo pecado de la lengua (aunque, como todos los pecados, tiene origen en el corazón y en la mente) que, aparte de ser una grave falta de caridad hacia el prójimo, atenta contra la Unidad, y como tal es un eficaz instrumento del Maligno capaz de destruir a toda una comunidad: la murmuración. 

Hay otra fea falta que, consumada por la lengua (como la anterior), tiene su origen en una actitud interior (psicológica y espiritual) en la que podemos estar incurriendo con toda normalidad, tal vez incluso no considerándola pecado (de ahí lo fácil que puede colarse en nuestro modo de obrar), y que mina gravemente nuestra relación con Dios (con irremediables consecuencias en nuestra relación con los otros): la queja. 

No hace mucho, al Papa Francisco le hicieron un curioso regalo: un afiche que en letras grandes decía: “PROHIBIDO QUEJARSE” (al lado de la señal de tráfico símbolo de prohibición). A continuación, en letra más pequeña, añadía: “Ley nº 1 sobre la tutela de la salud y el bienestar. Los transgresores están sujetos a un síndrome de victimismo con la consecuente disminución del tono del humor y de la capacidad para resolver problemas. La sanción es doble si la violación es cometida ante la presencia de niños. Para mejorarse a sí mismo hay que concentrarse en las propias potencialidades y no en los propios límites; por lo tanto: deje de quejarse y actúe para hacer mejor su vida”.

Dicen que el Papa colocó aquel afiche en la puerta de su dormitorio. Me hizo recordar otra anécdota que me contaba un buen amigo obispo en México, que tenía puesto en la puerta de su despacho: “Departamento de quejas”. Y es que es una actitud psicológica de muy negativa influencia, y, puesto que en la persona humana todo va unido (lo físico, lo psicológico, lo espiritual, lo moral… en una continua interdependencia), no deja de tener una fuerte influencia en nuestra alma, en nuestra misma relación con Dios, y puede llegar a convertirse en un (mal) hábito que destruye algo tan fundamental como nuestra confianza en Dios. Y es que, efectivamente, nos puede parecer muy legítimo (pues, como no está catalogado en la lista de los 10 mandamientos, no le damos tanta importancia) expresar ese desfogue (o, aunque no se llegue a explicitar, sí tener esa actitud interior).

La queja es una no aceptación o rechazo hacia algo o alguien. Pero, es que nada en nuestra vida sucede por casualidad. Todo, hasta una hoja de un árbol o un cabello de nuestras cabezas no se cae sin el permiso de Dios (cfr. Mt 10, 30; Lc 12, 7). Entonces, cuando nos quejamos, no nos damos cuenta de que con ello demostramos no comprender que Dios, en su infinita y misteriosa providencia, se sirve de todo para nuestro bien (cfr. Rom 8, 28), aunque en ese momento no lo entendamos (por eso tampoco es bueno preguntar el por qué) y nos moleste; ¡la Cruz siempre “pica”! No nos damos cuenta de que en muchas ocasiones esa queja no es otra cosa que un rechazo a la Cruz y a la Voluntad de Dios, que viene a nuestro encuentro a través de las situaciones y personas de las que nos quejamos.

Hace unos pocos años, el mismo Papa Francisco, al hablar de ciertas concretas actitudes peligrosas en la vida consagrada, alentaba a no ceder a “vicios” como la murmuración o la tristeza, y a no dar culto a la diosa lamentos, o sea, a no andar siempre quejándose (Encuentro con los seminaristas, los novicios y las novicias. Aula Pablo VI, sábado 6 de julio de 2013). Son actitudes que pueden llegar a hacer enfermar (en todos los sentidos) a la persona.

Entonces, ¿qué hacer si descubrimos, haciéndonos conscientes, de estar incurriendo en ese vicio del quejarnos continuamente? Pues, lo de siempre: para combatir un vicio, poner en activo la virtud opuesta. Y, ¿cuál sería en este caso? No sería suficiente decir que no hay que quejarse. Acabamos de decir que (aunque sea de modo inadvertido) esta actitud comporta una falta de confianza en Dios (incluso de desprecio a lo que Él nos manda), y entonces, a mi entender, el antídoto que debemos aplicar es la gratitud.

Si yo, ilusionado, hago un regalo a alguien y éste lo recibe con indiferencia o incluso me lo tira a la cara con desprecio, pues lógicamente no se me va a ocurrir hacer a ese individuo más regalos; si, en cambio, aunque sea por un pequeño regalo, recibo una explosión de agradecimiento, pues eso me animará a hacer muchos y continuos regalos a esa persona. La queja, como ingratitud, nos cierra a los dones de Dios; la gratitud nos abre a ellos y nos atrae nuevas bendiciones.  

Si, respecto de la murmuración, aplicábamos el criterio de un NUNCA ceder a ella, hacemos recurso a un segundo NUNCA: NUNCA jamás quejarse; sino, por el contrario, vivir en una continua acción de gracias a Dios por todo, aunque no lo comprendamos, aunque nos duela, aunque por decir “¡Gracias, Señor!” sintamos que se nos revientan los sesos o que nos dan una patada en la boca del estómago … Y perseverar en ello, en este dar gracias por todo y en todo momento, adquiriendo así el buen hábito de la alabanza.

Os aseguro que será una fuente increíble de paz y sanación para vuestras almas. Pero es que, además, esto no es nada especial o extraordinario: hemos sido creados para la alabanza, no para ser quejumbrosos y, con ello, condenados a la tristeza, al pesimismo y a la amargura, todas cosas que no pueden ser de Dios.