“Por la gracia de Dios soy lo que soy…” (1Cor: 15,10)
Mi nombre es Marizol Díaz. Conocí a las Hermanas Misioneras Siervas de los Pobres en el mes de junio del año 2003, a través de mi mamá. Una de sus amigas le aconsejó que me llevara con las hermanas, pues ellas daban la catequesis los días sábados por la mañana a la que también asistían las hijas de esta señora.
¿Catequesis?, ¿los sábados? Yo estaba acostumbrada a salir los sábados con unas compañeras del colegio para realizar trabajos grupales o sencillamente para caminar. Sinceramente con la catequesis estaba cansada ya que me había preparado mal para la Primera Comunión y al final no la había realizado.
Mi madre fue la que me insistió en que fuera con las hermanas, aunque sea algunas veces y para complacerla fui con ellas. La primera reacción que tuve hacia ellas, fue de fastidio, me dijeron que para el siguiente sábado debía presentarme al oratorio con falda. ¡Falda!!!…me daba vergüenza, así que ésa fue la excusa perfecta para no volver más con las hermanas, porque no tenía ni una falda, pero de manera increíble esa misma tarde no sé cómo, ni de dónde, mi mamá me entrega una falda para que pueda usarla al siguiente sábado. Volví al siguiente sábado y otros muchos, hasta convertirme en una de las asistentes más fieles del oratorio.
Dios, en su infinita misericordia, hizo que conociera a las hermanas, para poder conocerlo a Él. Lo primero que ellas me enseñaron fue cómo santiguarme, así que aprendí a hacerlo de manera correcta casi a los catorce años, pues provengo de una familia poco católica por lo que mis conocimientos sobre Dios eran sumamente pobres – fui bautizada solo por tradición, además solíamos asistir a Misa dos veces al año por navidad y año nuevo- Progresivamente se fue convirtiendo en algo esencial, ya que me enseñaron a tener conciencia de Dios, conciencia de Su infinito Amor, hasta el extremo de morir por mí y abrirme las puertas del cielo.
"Dios, en su infinita misericordia, hizo que conociera a las hermanas, para poder conocerlo a Él".
"Las sonrisas y el contacto con estos niños descongelan el corazón y lo hacen a uno más sensible para escuchar a Dios".
Al año siguiente, las hermanas me prepararon para hacer la confirmación y parte de esta preparación, era hacer un apostolado. Fue así que nos invitaron a todas las niñas que teníamos más de trece años para colaborar con los niños del hogar Santa Teresa de Jesús. Recuerdo que nos hicieron una pequeña descripción de ellos y nos indicaron la forma de cómo debíamos atenderlos. A mí me asignaron la sala San Rafael II, de los niños más enfermos; al ver a los niños, quizá fue miedo lo que sentí, pero aquel día solo me limité a coger una escoba y barrer la sala; recuerdo que no hablé absolutamente nada, estaba completamente impresionada, nunca había visto niños con parálisis.
Al sábado siguiente, me asignaron la misma sala, pero, esta vez di de comer a un niño, se llamaba René, después de haberle dado de comer el almuerzo, él me sonrió, esa sonrisa fue lo que me hizo perder el miedo y al mismo tiempo sentir compasión, pues me di cuenta que a pesar de sus limitaciones eran felices. Las sonrisas y el contacto con estos niños descongelan el corazón y lo hacen a uno más sensible para escuchar a Dios. Fue desde aquel día en que me cuestioné si Dios me llamaba a servirlo por medio de los pobres. Dios se sirvió de ellos para darme el don de la vocación e ingresé como aspirante en enero del 2005. Hoy, puedo decir que fue por pura gracia de Dios que Él quiso llamarme y que a pesar de todas mis miserias y carencias, soy feliz, dándome a los pobres, porque no existe más alegría que entregar la vida a tiempo completo por los demás.